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SAN FRANCISCO COLL Y LAS DOMINICAS DE LA ANUNCIATA

Cataluña, 18 de mayo de 1812. Nace Francisco en Gombrén, diócesis de Vic y provincia de Gerona. Es el undécimo y último de los hijos de Pedro Coll y Portell y Magdalena Guitart y Anglada. Al día siguiente de su nacimiento, 19 de mayo, fue bautizado en la iglesia parroquial de Gombrén y según la costumbre de aquellas tierras le pusieron tres nombres: Francisco, José y Miguel, pero siempre le llamaron Francisco.

Su padre, Pedro Coll, que tenía 66 años de edad al nacer Francisco, murió cuando el niño iba a cumplir los cuatro años. Y su madre, Magdalena, que era una mujer valiente y sobre todo profundamente cristiana, supo sacar adelante a sus hijos e infundir en el más pequeño sentimientos de piedad y amor a Dios y a la Virgen María. La infancia de Francisco fue sencilla, pero no careció de dificultades y circunstancias adversas que le ayudaron a forjar una personalidad fuerte y vigorosa.

Cataluña todavía ocupada por los ejércitos de Napoleón sufría las consecuencias de la guerra; eran tiempos de escasez, hambre y todo tipo de problemas para la ya difícil vida de aquellas sencillas gentes de la montaña. Nada le resultó fácil desde el principio, pero creció sano de cuerpo y de espíritu.

Por los testimonios de quienes le conocieron siendo niño sabemos que Francisco: “era vivaracho, juguetón, le resultaba muy difícil estarse quieto; obedecía con prontitud a su madre y hermanos, pero volvía en seguida a sus juegos y travesuras infantiles”.

Francisco se prepara para ser sacerdote. Estudia en el seminario de Vic y vive con la familia de Puigseslloses. Pero ¿Qué sucede en el corazón del joven Francisco? En el seminario conoce religiosos dominicos, frecuenta la iglesia de Ntra. Sra. del Rosario de Vic, como otros muchos seminaristas y tal vez en su interior, sienta una llamada misteriosa que le haga pensar en la posibilidad de ser él también uno de aquellos frailes.

Poco conocemos de esta etapa, los biógrafos hablan de un personaje desconocido que en la calle le dice: “Tú, Coll, debes hacerte dominico”. La convicción profunda del joven, fruto seguramente de años de búsqueda y discernimiento, le llevan a tomar la decisión, una vez cumplidos los 18 años, de llamar a las puertas de los frailes dominicos en el convento de Santo Domingo de Vic.

Podríamos preguntarnos ¿Qué le atrajo de la vida dominicana? ¿Con qué se sentiría más identificado? Conociendo el resto de su vida y la pasión que movió su existencia me atrevo a adelantar una respuesta: la dedicación exclusiva a la predicación de la Palabra de Dios, el celo de Santo Domingo por la evangelización. Ardía ya en Francisco Coll el fuego del predicador itinerante, del misionero popular que evangelizaría Cataluña durante más de treinta años sin descanso.

Posiblemente contra la voluntad y el deseo del padre prior de Vic, Fr. Jaime Ponti Villaró, que tenía ya el permiso de sus superiores para abrir el noviciado, Francisco Coll no fue admitido en el convento de Vic, a pesar de sus condiciones idóneas y de haber sido recibido a examen y aprobado. El motivo del rechazo consta claramente: su pobreza. No disponía de medios económicos para sustentarse durante el noviciado y el convento de Vic no contaba con recursos suficientes para admitirle sin dinero. Alguien, tal vez el propio prior, le sugiere que vaya a Gerona donde el convento está en mejores condiciones económicas y con certeza podrá ser admitido. Francisco sin pensar en la distancia que le separa de Gerona se pone en camino y allí, efectivamente, en el otoño del año 1830 es admitido al noviciado.

Durante los años siguientes recibe una formación que le prepara para la misión, para el apostolado, viviendo en comunidad un estilo de vida evangélica. La oración litúrgica y la oración personal, el estudio asiduo y sistemático, la vida en común y la fiel observancia de las reglas, son los elementos que, durante estos cinco años, penetran en el joven y van conformando su vocación dominicana.

Desde el principio, sus formadores descubren en él talante de predicador y lo incentivan, lo encauzan, en un momento en que hacen falta en Cataluña buenos predicadores de la Palabra de Dios, hombres apostólicos que con gran celo se entreguen a la misión de reavivar la fe adormecida de sus gentes. Francisco parece ser idóneo para esa misión; es un joven de profunda fe, responsable y prudente, amante del estudio, de carácter pacífico y bondadoso, obediente a sus maestros y superiores; y es al mismo tiempo un joven alegre, sociable, fraternal, muy estimado por sus compañeros y también por los religiosos de más edad del convento. Destaca pronto por sus cualidades para la predicación, así lo atestiguan sus compañeros: “Desde novicio mostró grande inclinación al púlpito y los padres del convento pronosticaban que recogería mucho fruto en este ministerio”.

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El 28 de mayo de 1836, Francisco es ordenado sacerdote en Solsona, de manos del obispo de la diócesis, don Juan José Tejada, con la licencia de su prior provincial dominicano y con título de pobreza, como corresponde a un religioso profeso de votos solemnes. Celebró su primera misa en la ermita de Sant Jordi, en Folgueroles, dentro de la finca de Puigseslloses y allí vivió por un tiempo, celebrando las misas y predicando los domingos, en una situación ciertamente segura, que no podía llenar su ardoroso corazón de apóstol.

La vida sencilla y austera que llevaba admiraba a cuantos le conocían. Muchas veces en sus misiones no tenía nada para comer, aceptando la ayuda de los fieles para su sustento, pero al finalizar la misión no se quedaba nada para sí, no aceptaba nunca dinero, y la comida que sobraba la repartía solidariamente con los pobres. Andaba a pie, siempre usando el mismo manteo, en invierno o en verano, con nieve, lluvia o calor, la sotana tan raída que en una ocasión los fieles le regalaron otra por sorpresa. Le costó aceptarla pero al final le convencieron.

Como buen catequista buscaba con creatividad la pedagogía adecuada y utilizaba todos los medios a su alcance para transmitir la doctrina y hacer más cristianas las devociones de la gente.

Los medios más importantes eran sin duda sus cualidades personales:

  • Su voz fuerte y sonora, bien timbrada, vigorosa que llenaba sin esfuerzo los templos y las plazas, y resonaba hasta distancias muy considerables.
  • Su capacidad expresiva que causaba honda impresión en los oyentes. Predicando convencía, conmovía, despertaba en los fieles sentimientos de arrepentimiento, consiguiendo verdaderas conversiones.
  • Su afectividad y ternura que movían a la consideración de la Pasión del Señor, más allá de la simple exposición doctrinal de la misma.
  • La devoción al misterio de Cristo en la Eucaristía le llevaba a convertir el misterio en centro de su labor evangelizadora; organizaba comuniones generales concurridísimas, y clausuraba siempre la misión llevando procesionalmente el Santísimo Sacramento por las calles.
  • El amor y la devoción a la Virgen María a la que manifestaba tierna devoción contemplando en los misterios del rosario su alegría, su disponibilidad, sus dolores, o su soledad siempre silenciosamente unida a su Hijo Jesús.
  • Fue ardiente propagador del Rosario, destacando los misterios dolorosos. Para ello usaba los estandartes misioneros que le acompañaban siempre: el “Ecce Homo” y la “Virgen Misionera”. También a través de publicaciones y estampas de divulgación del rosario y otras devociones.
  • El padre Coll escribió dos obras pequeñas para ayudar a los fieles a rezar mejor el rosario: “La Hermosa Rosa” y la “Escala del Cielo”.
  • Por último, tenía fuerza extraordinaria el testimonio de su vida de oración que intensificaba durante las misiones.
  • Rezaba mucho, la gente le veía rezar, antes de la predicación, antes de entrar en el confesionario, antes y después de celebrar la Eucaristía, y en los escasos tiempos que le quedaban libres.

Rasgos desde la identidad cristiana y dominicana:

  • Hombre de fe. Centra su vida en Dios.
  • Consagra su vida al servicio de Dios en la Orden de Predicadores.
  • Hombre de esperanza. Alienta en todos la esperanza de la vida eterna.
  • Hombre de caridad ardiente. Ama a Dios por encima de todo. Vive la compasión y misericordia con los demás, especialmente con los pobres.
  • Hombre de oración y contemplación-apostólica.
  • Apóstol intrépido y audaz, infatigable en la predicación, atento a las necesidades de los hombres y mujeres de su época.
  • Destaca por su amor a María y su divulgación de la devoción del rosario.
  • Hombre libre y disponible para la misión itinerante.
  • Radicalmente pobre.
  • Hombre fuerte. Fiel a su ideal, con la fortaleza del Espíritu, persevera en las dificultades.
  • Tiene por modelo de vida apostólica a Santo Domingo de Guzmán.
  • Gasta su vida al servicio de los demás.
  • Vive su enfermedad y su ceguera con admirable aceptación y busca siempre hacer aquello que agrade más a Dios.

En su trato pastoral el P. Coll conoció y dirigió a jóvenes deseosas de dedicarse al servicio de Dios y de sus prójimos. Francisco sabía bien que aquellas jóvenes pobres nunca tendrían oportunidad de entrar en buena parte de los conventos de entonces. Empezó a madurar dentro de sí la idea de reunir algunas de esas jóvenes, prepararlas para la educación y repartirlas por los pueblos para que, con su trabajo evangelizador, dieran continuidad a la labor misionera, educaran cristianamente a las niñas, y sembraran por las poblaciones grandes y pequeñas la semilla de la verdadera doctrina, o sea del Evangelio.

Tres preocupaciones parecían tener así respuesta: la primera dar continuidad a la labor misionera no dejando abandonadas a las gentes de las zonas rurales. Segunda, proporcionar la educación tan necesaria a la mujer, especialmente en los pueblos más alejados de las ciudades y tercera facilitar la vida religiosa dominicana a las jóvenes que carecían de medios económicos para entrar en los monasterios o conventos de la época. ¿Principal dificultad? Su propia pobreza. Es decir, el P. Coll no tenía absolutamente nada propio. Era de sobra conocido por todos sus contemporáneos su desprendimiento de riquezas y la práctica radical de su voto religioso de pobreza. Nunca en todos sus años de predicación recibió dinero. En sus misiones sólo aceptaba el alimento y nunca se llevaba nada de lo que recibía abundantemente. Todo lo que sobraba era al final de la misión repartido entre los pobres. ¿Cómo extrañarse pues, de que los demás sacerdotes y personas influyentes de Vic no creyeran que el P. Coll fuera capaz de sacar adelante su audaz proyecto?

Sin embargo el P. Coll estaba firme en su propósito, convencido de que encontraría medios para salir adelante; pidió la debida autorización de su superior dominico y confiando plenamente en la ayuda de Dios que le empujaba a hacerlo, se presentó ante el Obispo de Vic D. Antonio Palau con su proyecto de reunir a siete jóvenes, en una casa de Vic próxima a la suya, para iniciar su formación religiosa y su instrucción, con el objetivo de que se dedicaran a la enseñanza de las niñas en los pueblos.

El Obispo le dio su consentimiento verbalmente y el P. Coll reunió a las siete jóvenes en Vic el día 15 de agosto de 1856. Así nació la Congregación de las Hermanas Dominicas de la Anunciata, en una casa prestada, con lo mínimo necesario, pero con mucha generosidad, audacia y total confianza en la ayuda de Dios. Inmediatamente se desató la tempestad. Voces de oposición y de crítica se levantaron contra el P. Coll y sus siete jóvenes. Algunos amigos intentaron convencerle de que no siguiera adelante. Otros procuraban convencer a las jóvenes para que volvieran a sus casas pues no se podrían mantener, alguna incluso llegó a reprocharle al P. Coll que las había engañado, al encontrar la casa en tan pobre estado, y otros fueron directamente al Obispo, presionándole para que hiciera desistir al P. Coll de semejante locura. Así las cosas, el Obispo llamó al P. Coll y le pidió que disolviera el grupo, enviando a las jóvenes a sus casas, pero el P. Coll que estaba más preocupado por el bien de las personas que por su propia reputación respondió al Obispo: “Y de las almas, señor obispo, ¿qué haremos de sus almas?” Este argumento tan evangélico, desarmó al señor Obispo e hizo que le autorizara a seguir adelante recomendándole, no obstante, ser muy discreto, pues el gobierno no permitía la fundación de nuevas congregaciones y sobre todo que buscase rápidamente ayuda económica para mantener su obra.

El P. Coll puso manos a la obra. Primero buscó, entre los sacerdotes dispuestos a colaborar con él, profesores competentes que le ayudasen en la formación y preparación intelectual de las hermanas. Cuatro profesores del seminario le ayudaron. Él personalmente se ocupó de la formación espiritual y religiosa. En cuanto estuvieron preparadas profesaron como religiosas terciarias dominicas y empezó a presentarlas a los concursos públicos para maestras.

En 1857, como el número de las postulantes y novicias iba en aumento, pidiendo y recogiendo dinero de sus predicaciones juntó lo suficiente para comprarles una casa con huerto en Vic. Esta fue la primera casa de la congregación; la casa matriz, la “Casa Madre” como se la llama hasta el día de hoy. El Padre Coll se ocupó de todo, tanto de las cosas materiales como de las espirituales. Nada descuidó en sus afanes de padre y fundador, pero tuvo pronto a su lado la ayuda de su mejor colaboradora la Hermana Rosa Santaeugenia, ella fue su mano derecha y también la primera Priora General de la Congregación de la Anunciata

La Orden Dominicana reconoció oficialmente la Congregación de Hermanas Terciarias Dominicas fundadas por el Padre Francisco Coll ya en 1857.

Las hermanas regentaban escuelas públicas en unos pueblos y abrían colegios en otros. Audaces en la misión, no dudaron de sus posibilidades de ser buenas maestras y mejores religiosas; distribuidas por los pueblos en pequeñas comunidades, eran exactamente lo que el Padre Coll había soñado. De la gente conquistaban admiración y amistad, aunque tuvieron que desarrollar su tenacidad y fortaleza de espíritu para superar numerosas dificultades que surgieron tanto dentro de la Congregación como fuera, por parte de la sociedad.

La revolución de 1868 y la Constitución de 1869 supuso una dura prueba para las Congregaciones dedicadas a la enseñanza pues obligaron a todos los maestros y maestras a jurar la nueva Constitución liberal. Los obispos habían indicado a los fieles que no se jurara la Constitución y así muchos maestros y maestras cristianos perdieron las plazas públicas. La suerte de las hermanas fue diversa. Ninguna juró, pero en algunos pueblos en vez de echarlas los vecinos se las arreglaron para que ellas siguieran enseñando sin hacerlas jurar. En la mayoría de los casos perdieron las escuelas. Pero ellas sin desanimarse siguieron adelante, buscando como lo había hecho el P. Coll, nuevos caminos.

Todo lo superaron aquellas mujeres llenas de fe y coraje, siempre animadas por el ejemplo del padre Coll que las precedía en los trabajos y sufrimientos y que con su espíritu verdaderamente evangélico les recomendaba actitudes de bondad y caridad para con todos. Estas eran frecuentemente sus palabras: “Todas las virtudes os recomiendo, pero de manera especial la caridad, la caridad, la caridad”.

El día 2 de diciembre de 1869 el Padre Coll se hallaba predicando un novenario en Sallent, diócesis de Solsona, cuando sufrió un ataque de apoplejía que le afectó la vista dejándole completamente ciego. El ataque le sobrevino de noche, mientras dormía, y no se dio cuenta hasta por la mañana, primero se extrañó de que tardase tanto en amanecer, después al intentar levantarse no conseguía ver absolutamente nada, y sólo cuando la gente de la casa preocupada ya porque tardaba mucho en levantarse fue a ver si le pasaba algo, percibió su ceguera. Con verdadera fortaleza de espíritu continuó predicando la novena y los fieles se emocionaron enormemente viendo su admirable celo apostólico capaz de olvidarse de sí mismo para seguir predicando. Le fueron aplicados todos los remedios que prescribieron los médicos y se hicieron fervorosas súplicas por él en toda la Congregación, lográndose que unos meses más tarde recuperara un poco la visión; por lo menos lo suficiente para permitirle celebrar la Santa Misa.

En el mes de enero de 1871 se repitió el ataque de apoplejía dejándole aún peor. Desde su enfermedad residía en la Casa Madre de Vic y allí se trasladaron también su hermana Manuela y el sacerdote D. Joaquin Soler que vivía con él y le ayudaba en la dirección de la Congregación. Aún enfermo el padre Coll continuó con su actividad apostólica. Seguía instruyendo a las hermanas, predicando, confesando, aceptaba incluso sermones. Iba, acompañado, a las nuevas fundaciones de casas, llegaba a los pueblos despertando una verdadera reacción de afecto de las gentes sencillas que le habían conocido en su juventud y le veían ahora enfermo, ciego pero aún lleno del espíritu apostólico que siempre le había caracterizado.

El 6 de febrero de 1872 tuvo un tercer ataque de la enfermedad. Esta vez perdió por completo la vista y no pudo ya celebrar en adelante la Eucaristía. A medida que los ataques se fueron repitiendo y el P. Coll percibía la pérdida progresiva de sus facultades quiso dejar la dirección de la Congregación pero las hermanas no se lo permitieron. Así que dictó a la Hermana Rosa Santaeugenia una carta para el superior de la Orden de Predicadores pidiéndole que nombrara un Vicario coadjutor que fuera entre

nándose como Director.

El 20 de enero de 1873 sufría un cuarto ataque apopléjico consecuencia del cual perdía a intervalos las facultades intelectuales. El P. Sanvito, su superior en la Orden, le respondió comunicándole que había sido nombrado en su día Director general de la Congregación por él fundada y que tenía plenos poderes para subdelegar sus funciones en un dominico de su confianza; le indicaba además que este dominico podía ser el P. Francisco Enrich. La subdelegación se llevó a cabo el 20 de junio de 1874.

Era deseo del Padre Coll morir en su Casa Madre de Vic, en medio de sus hijas las dominicas de la Anunciata por las que tanto había luchado, pero no fue así como sucedió. En agosto de 1874 se agravó a causa de un nuevo ataque y en el mes de septiembre fue trasladado a la Casa Asilo de Sacerdotes de Vic.

Pasó el P. Coll en la casa asilo poco más de medio año. En febrero de 1875, con un nuevo ataque apopléjico, se perdió toda esperanza de mejoría y el 2 de abril de 1875 falleció santamente. Tenía 62 años y era la fiesta de San Francisco de Paula, su san

to patrono.

Las hermanas hicieron trasladar su cuerpo a la Casa Madre y allí recibió las manifestacio

nes de cariño de sus hijas y también de los numerosos fieles que durante dos días enteros acudieron a Vic, de todas partes, para despedirse de él. Fue enterrado en el cementerio de Vic. En 1888, sus restos fueron exhumados y tr

eva Casa Madre, donde reposan hasta el día de hoy en medio de sus hijas las Dominicas de la Anunciata.

asladados a la iglesia de la nu

En 1928 se iniciaron los trámites para introducir en Roma la causa de beatificación del Padre Francisco Coll. En 1930 se abre en la diócesis de Vic el proceso ordinario informativo. En 1970 es declarado Venerable por sus reconocidas virtudes.

El 29 de abril de 1979 es solemnemente beatificado en Roma por el Papa Juan Pablo II. Era la primera beatificación que realizaba en su reciente pontificado.